Aunque no aparece en manuales médicos ni se diagnostica en consultorios, la ecoansiedad se ha instalado con fuerza en la conversación pública. No se trata solo de una preocupación ambiental superficial, sino de un malestar emocional y físico real, profundamente ligado al cambio climático y la sensación de impotencia frente a un futuro incierto.
Este fenómeno afecta, en mayor medida, a personas jóvenes, informadas y conscientes de la magnitud de la crisis ecológica. Y no es casualidad: estudios recientes muestran que el planeta se siente en el cuerpo.
Jóvenes que heredan la angustia del presente
Un estudio internacional liderado por la Universidad de Bath en 2021, que encuestó a 10 mil jóvenes entre 16 y 25 años en diez países, reveló cifras alarmantes. El 75% de los encuestados considera que el futuro es aterrador, y casi la mitad afirma que el cambio climático impacta su vida diaria: desde las relaciones personales hasta el sueño, la concentración y el apetito. Esta no es una angustia vaga: es concreta, y moldea decisiones, vínculos e identidades.
En Chile, los datos van en la misma dirección. Una encuesta nacional aplicada en 2024 mostró que el 89% de las personas manifiesta una fuerte preocupación por la crisis ambiental. Lo más preocupante: un 45% ha experimentado síntomas físicos o emocionales relacionados con esa inquietud, como estrés, culpa, tristeza o ansiedad. Las principales causas de esta sensación son conocidas por todos: la sequía, la escasez hídrica, los incendios forestales, y la pérdida de biodiversidad.

Miedo con sentido: el cuerpo reacciona al colapso
La Asociación Americana de Psicología describe la ecoansiedad como “el temor crónico a una catástrofe ambiental”. No es una enfermedad en sí misma, pero puede presentar síntomas similares a los de los trastornos de ansiedad generalizada: palpitaciones, insomnio, tensión muscular, irritabilidad y una constante sensación de inquietud. Lo notable es que esta respuesta emocional no nace de una fantasía, sino de una amenaza real, visible y validada científicamente.
En Chile, el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR2) también ha constatado cómo este tipo de ansiedad se ha expandido: cerca del 90% de las personas perciben el cambio climático como una amenaza directa para su bienestar presente y futuro. Y el factor emocional no es menor: la percepción de inacción por parte de las autoridades, sumada a la urgencia del problema, refuerza la sensación de impotencia, generando un ciclo de angustia sostenida.
¿Qué hacemos con esta angustia?
Frente a este panorama, la solución no pasa por ignorar lo que sentimos, sino por transformarlo en acción. Comprender la ecoansiedad como una señal de sensibilidad y conciencia —más que como una debilidad— permite canalizar ese malestar hacia el activismo, la organización comunitaria y la acción climática concreta.
Algunas estrategias ya se vislumbran en investigaciones y experiencias en terreno:
- Participar en iniciativas locales ayuda a recuperar el sentido de agencia.
- Compartir el malestar con otros permite resignificarlo como parte de una preocupación colectiva.
- Limitar la sobreexposición informativa y conectar con la naturaleza son formas de autorregulación emocional.
- En casos más complejos, se recomienda el acompañamiento profesional, especialmente en enfoques que integran psicología y ecología.
Una ansiedad que habla bien de nosotros
Sentir ecoansiedad significa, en el fondo, que nos importa el mundo. Que el calentamiento global no es solo una cifra en un gráfico, sino un tema que cala hondo en nuestras emociones, decisiones y sueños. Es el reflejo de una empatía extendida al planeta, y también de un deseo de transformación.
En La Vida Moderna, creemos que entender cómo se cruzan el cuerpo, la mente y el ambiente es clave para hablar de salud integral en el siglo XXI. Porque cuidar el planeta no es solo una responsabilidad externa: también es una forma de cuidarnos.